Lo miró
con resentimiento, el viejo tenía demasiadas arrugas en su rostro. A muchas de
ellas las había visto formarse con el paso de los años.
Por lo
poco que había leído en páginas de revistas y libros mohosos tirados en el
revoltijo de su cuartucho, se suponían que tenían un significado.
Los
ancianos las llevaban con orgullo pues formaban parte de un pasado vivido.
Surcos longevos mediante los cuales jactaban las experiencias adquiridas,
aquellas que le daban un porte de sabiduría.
Ella no
podía llamarlo ni siquiera anciano, era un viejo mediocre y malvado. Gran parte de su vida había dedicado a tratar
de disimularlas mediante cremas y maquillajes que costaban fortuna. El dinero
lo ganaba fácil, no importaba invertirlo en cosas inútiles.
Jimena con veinte años se preparó para el momento que
esperó durante mucho tiempo. Las maldades que había pasado junto a él, le daban
permiso. Cada movimiento del viejo Juárez
estaba estudiado de manera cuidadosa.
Esperó
que sus compañeras, las que quedaban, se durmieran. Abrió muy despacio la
puerta de su habitación y buscó la copia de la llave que abría la del setentón.
Entró descalza, decidida, como si la angustia reprimida se desatara en una
tormenta de furia.
Lo vio
dormido, roncando, emanando la resaca del whisky que vaso a vaso tomaba para
agasajar la clientela todas las noches.
Embebió
un trapo con el formol que él mismo usaba con frecuencia con ellas y lo apretó
sobre las narices del ruin. Rápidamente sacó el cuchillo que Juárez atesoraba
en su mesa de noche y con los ojos desorbitados comenzó a cortar la cara del
sádico, mientras enumeraba en su mente sucesos pasados.
Primer
corte de arrugas, por Karina la más joven de todas.
Segundo
corte de arrugas, por todas las que
vivieron y murieron en el lugar como sus víctimas.
El viejo
comenzaba a dar manotazos, entonces la joven gritó con vehemencia:
—¡Formol,
mucho, mucho formol!
Entre
carcajadas y llanto lo adormeció un poco más y lo ató con la misma soga que se
había ahorcado Belén el mes anterior.
Gritó por
última vez:
— ¡Por la
inocencia que me robaste a los seis años al secuestrarme y obligarme a trabajar
de prostituta!
Las
jovencitas que dormían, al escucharla corrieron a mirar que pasaba. Vieron al
viejo ensangrentado que trataba de
volver en sí y a Karina arrodillada frente a la cama.
Se
abrazaron y lloraron ellas también. Pamela de ocho años, Luna de diez y Soledad
de catorce.
Karina
reaccionó, las vio indefensas y temblorosas como cuando ella había pisado por
primera vez el lugar.
Resolvió
en instantes una jugada que no tenía pensada. Se levantó rápidamente, fue hacia
ellas y las besó en las mejillas. Luego se acercó nuevamente a Juárez y casi
sin aliento susurró:
— ¡Por
las arrugas de nuestras almas, formadas por tanto sufrimiento! —cortándole el cuello
con el filo del arma.
© 2012 Nélida Magdalena Gonzalez de Tapia.
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