La
fiesta de disfraces se había planeado para festejar el cumpleaños de Anita, al
aire libre y al mediodía para disfrutarla a pleno. Cada uno preparó su disfraz
de la manera que deseaba o que podía: elaborado con sus manos, alquilado o
confeccionado por una modista. Armé el mío con la emoción que me inspiraba la
sola idea de estrenarlo: compré lentejuelas, canutillos, tul, todo lo necesario
para ser una bella mariposa multicolor. Me lo probé y quedé totalmente
satisfecha; haberlo creado con mi imaginación le añadía un valor extra.
Nos presentamos al festejo con mucha
expectativa porque, además había otra consigna: representar el personaje lo
mejor posible. Se había preparado un escenario y provisto un equipo de sonido,
para que cada quien solicitara la música de fondo que le convenía al momento de
tocarle su turno.
Comenzó
Anita, era lo correcto. Con música victoriana, desfiló como una reina del siglo XVI comportándose como
tal. Luego se animó Drácula que, de
tanto tomar vino tinto para emular brindis con sangre, cayó redondo por la
borrachera sobre el final de su presentación. Le siguió el mago, que había preparado una escenografía y se dispuso a hacer el
famoso truco de la paloma. Las risas no pudieron contenerse al ver que en
cambio de una paloma apareció un loro. Nos estábamos divirtiendo mucho, gracias
a que ni el vampiro ni el ilusionista habían dado pie con bola.
Llegó el momento de mi representación.
Le acerqué al sonidista un disco compacto con la música de Fito Páez: “Mariposa Technicolor”.
Había amarrado las alas a mis brazos, trepé
a una silla y anuncié que iba a volar. Mi público rió al igual que yo. Lo
intenté y caí de pie sin haberme elevado un milímetro. Me dejaron probar
nuevamente, tampoco funcionó.
—¡Ilusa! ¡Nadie puede volar! —gritó
alguien.
Mi cuerpo me decía que era posible y,
sin permiso, subí a la silla otra vez y cerré los ojos. Ante el estupor de los
demás, comencé a levitar. Sacudí los brazos unidos a las alas y volé sobre los
disfrazados dejándolos boquiabiertos.
Pero
eso no fue todo: mi cuerpo se transformó y se empequeñeció hasta que me
convertí en una mariposa real. Algunos corrieron tras de mí para atraparme. Tuve que refugiarme en el jardín entre las
flores. No podía desaprovechar la experiencia, salí de allí dispuesta a recorrer
todos los lugares posibles. Las mariposas verdaderas me miraban de soslayo, sospechaban
que no era de su especie. Al fin gané su confianza y me confesaron que las
entristecía que la vida fuera tan efímera. Era verdad, me despedí de ellas y
seguí mi vuelo aprovechando las horas de
subsistencia que me restaban hasta el anochecer.
Creo que ahora estoy en la vitrina
de un coleccionista. No siento pena por mi transformación: mi vida de humana no
me trajo satisfacciones. En cambio, como mariposa logré la libertad que siempre
había deseado.
© 2012 Nélida Magdalena Gonzalez de Tapia.
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Rosa de hielo este es el cuento que màs me gustò, descriptivo, profundo, soñador,
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